SEGUNDO CAPÍTULO
La
tradición antioqueña: desde Ignacio a Juan Crisóstomo[1]
1. Introducción
En este y en el próximo
capítulo me propongo presentar algunos textos patrísticos relativos a la
formación sacerdotal.
Me limito a algunos
ejemplos, entre los muchos posible,[2] refiriéndome en
este capítulo a la “tradición antioqueña” y en el próximo a la “tradición
alejandrina.”
Se trata de una elección
que pone un poco de orden a la exposición, y que por otro lado ayuda a superar
la imagen de una “teología de los Padres” rígida y compacta como un monolito.
De hecho la variedad de las antiguas “escuelas” de Antioquia, de Alejandría, de
Edesa... y de las correspondientes raíces histórico-culturales determina en los
textos patrísticos posiciones y sensibilidades diferentes.
Son bien conocidas las
orientaciones de las antiguas tradiciones de Antioquia y de Alejandría.
Por una parte Antioquia
parece encarnar las características más evidentes del llamado “materialismo”
asiático, defensor ‘del pie de la letra’ en exégesis y de la humanidad del Hijo
en cristología; mientras Alejandría parece acoger las dos instancias -
respectivamente complementarias - de la alegoría en exégesis y de la divinidad
del Verbo en cristología.[3]
2. de las Cartas
de Ignacio (+ 107)[4]
Es común considerar a
Luciano, maestro de Arión como el fundador de la “escuela” de Antioquia.
Pero ya Ignacio en la
primera mitad del siglo II anticipa
algunas características de ésta, sobre todo en el fuerte realismo de las
referencias a la humanidad de Cristo. Él “es realmente de la estirpe de David”, escribe Ignacio a los habitantes
de Esmirna, “realmente ha nacido de
una virgen..., realmente fue clavado
por nosotros”.[5]
Ignacio también emplea
el mismo realismo cuando se refiere a la Iglesia. En particular alude varias
veces a la jerárquica eclesiástica, hablando de los obispos, de los presbíteros
y de los diáconos.[6]
“Es bueno para ustedes”,
escribe a los Efesinos, “proceder juntos de acuerdo con el pensamiento del
obispo, que ya lo hacen. En efecto vuestro presbiterio, justamente famoso,
digno de Dios, está tan armónicamente unido al obispo como las cuerdas a la
cítara. Por ello en vuestra concordia y en vuestro amor sinfónico, Jesucristo
es cantado. Y así vosotros, uno a uno, se convierten en coro, para que en la
sinfonía de la concordia, después de haber tomado el tono de Dios en la unidad,
canten a una sola voz”.[7] Y después de
haber recomendado a los habitantes de Esmirna de no “hacer nada de aquellas
cosas que conciernen a la Iglesia sin el obispo”,[8] confía a
Policarpo: “Yo ofrezco mi vida por los que se sometieron al obispo, a los
presbíteros y a los diáconos. Que yo pueda con ellos tener parte con Dios.
Trabajen juntos unos por los otros, luchen juntos, corran juntos, sufran
juntos, duerman y despiértense juntos como administradores de Dios, sus
asesores y siervos. Traten de gustar a aquel por quien militan y de quien
reciben la merced. Que ninguno entre ustedes sea encontrado desertor. Que el
bautismo de ustedes permanezca como un escudo, la fe como un yelmo, la caridad
como una lanza, la paciencia como una armadura”. [9]
Se puede captar en las Cartas de Ignacio un tipo de dialéctica
constante y fecunda entre dos aspectos característicos de la experiencia
cristiana: seguramente la estructura jerárquica de la comunidad eclesial, de la
que ya hemos hablado, pero también la unidad fundamental que liga entre ellos a
todos los fieles en Cristo.
Por consiguiente, no
existe la posibilidad de una oposición de los roles.[10] Al contrario,
la insistencia sobre la comunión y sobre la reciprocidad de los creyentes,
continuamente reformulada a través de imágenes y analogías (la cítara, las
cuerdas, la entonación, el concierto...), se presenta como la implicación conciente
de la común identidad de los fieles,
prescindiendo del hecho que sean ministros ordenados o no.
Por otra parte, es
evidente la responsabilidad de los diáconos, de los presbíteros y de los
obispos en la edificación de la comunidad.[11]
Vale sobre todo para
ellos la invitación al amor y a la unidad. “Sean una cosa sola”, escribe
Ignacio a los Magnesios retomando la oración de Jesús en la última cena: “Una
única súplica, una única mente, una única esperanza en el amor... Acudan todos
a Jesucristo como al único templo de Dios, como al único altar: él es uno, y
procediendo del único Padre, quedó unido a Él, y a Él regresó en la unidad”.[12]
Ignacio no expresa las
instancias formativas en relación a los ministros sagrados. Pero éstas no son
por ello menos evidentes. Se vea por ejemplo el paso de la Carta a los Trallianos donde el obispo, recogiendo la enseñanza de Hechos 6 (la ordenación de los primeros
diáconos), explica francamente: “Los diáconos, que están al servicio de los
misterios de Jesucristo, tienen que tratar de hacerse aceptar de todas maneras
por todos. Ellos no son (simples) siervos de las comidas y de las bebidas, sino
que son servidores (huperétai:
literalmente “remadores”) de la Iglesia y de Dios. Estén lejos de cualquier
reproche como del fuego”.[13]
Se puede confrontar
útilmente este paso de Ignacio con el
identikit del diácono que emerge de la narración de los Hechos.
Los diáconos, se dice
allí, son hombres “de buena fama” o mejor “gente de probado testimonio” (martyrouménoi: Hechos 6,3). Como se puede ver, la palabra usada se enlaza con el
término “mártir”. Podríamos decir que el diácono tiene que ser en todo caso un
“mártir”, en el sentido que el testimonio de su diaconía no puede detenerse
nunca, a costo - si fuera necesario - de la propia vida. En este sentido
Ignacio dice que los diáconos son siervos de la Iglesia y de Dios.
En según lugar, según a
los Hechos, el diácono debe ser “pleno
de Espíritu y sabiduría” (6,3). Se trata de una sabiduría que viene de Dios: es
la “sabiduría del Espíritu”, que pide profunda intimidad con el Señor. Pues, el
servicio de la caridad - el llamado “servicio de las mesas”, al cual los
diáconos están destinados - presupone siempre la primacía de la dimensión
espiritual en su vida.
Para volver a las
palabras de Ignacio, ellos no son simples distribuidores de comidas y de
bebidas, sino que están al servicio de los misterios de Jesucristo. Si un
ministro no se forma en la contemplación de los santos misterios de Cristo,
hasta a alcanzar “la unidad” con él, no puede ejercer el ministerio auténtico
de la caridad y no “lleva adelante” la Iglesia de Dios.
3. Juan Crisóstomo (+ 407)[14]
Nos detenemos ahora en
otro Padre antioqueño, místicamente enamorado del sacerdocio.
Antes de cualquier otra
consideración, quisiera presentar al pastor en acción, “tomado en la brecha” de
su ministerio.
Me refiero a las
célebres Homilías sobre Mateo, y al
modo en que Crisóstomo afrontaba pastoralmente problemas candentes como el de
la riqueza y de la pobreza en la comunidad cristiana de Antioquia.
Las homilías de
Crisóstomo (alrededor del 350 – 407) Sobre
el evangelio de Mateo constituyen para nosotros el comentario más antiguo y
completo del primer evangelio. Además representan un significativo testimonio de
aquella actividad homilética que habría asegurado a Crisóstomo el máximo
reconocimiento entre los oradores eclesiásticos. Remontan a los años 386 - 397 – es decir entre la ordenación
sacerdotal en Antioquia y la elección a la cátedra patriarcal de Constantinopla
- período en el cual Crisóstomo fue llamado a cumplir muchos encargos de predicación
en las más importantes iglesias antioqueñas. Estos encargos eran particularmente
aptos para Juan que, después de una experiencia monástica y eremítica, había
abrazado el sacerdocio por una irresistible vocación
pastoral[15], y que
especialmente a través de la predicación de las Escrituras apuntaba a realizar
tal vocación: coherentemente su predicación y su exégesis - fieles a las
fundamentales direcciones de la “escuela antioqueña” - parecen singularmente
sensibles a las condiciones concretas, a los problemas y a las necesidades
también materiales de los destinatarios.
En particular - en la Antioquia
de la segunda mitad del siglo IV, donde enormes eran las desigualdades sociales
y económicas, a causa de las guerras, del latifundismo, del capitalismo, del
inicuo régimen fiscal... - Crisóstomo es estimulado continuamente a tratar los
muchos problemas generados por la copresencia de ricos y pobres dentro de la
comunidad:[16] ¡pensar que
sólo en las homilías Sobre el evangelio
de Mateo el tema recurre no menos de cien veces!
Ahora bien, queremos
escuchar al “pastor sobre la brecha” leyendo
algunos pasos de su quincuagésima homilía Sobre
el evangelio de Mateo.[17]
La homilía en su
conjunto comenta el perikopé
conclusivo de Mateo 14: pero el último
versículo del capítulo - donde se lee que los habitantes de Genesaret llevaron
a Jesús a sus enfermos “rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de
su manto” (Mateo 14,36)
- permite a Crisóstomo una ampliación parenética sustancialmente autónoma, que
ocupa sólo ella la segunda mitad de la homilía.
La ampliación se
justifica gracias al contexto de la liturgia eucarística, donde se coloca la
homilía: “Toquemos también nosotros los
flecos de su manto”, invita Crisóstomo; “aún más, si queremos, tenemos a Cristo
todo entero. Su cuerpo en efecto ahora está aquí adelante de nosotros.” Y
continúa: “Crean que también ahora existe aquella mesa, donde también Jesús se
sentó”.[18]
Según Crisóstomo, tal
certeza de fe interpela de modo decisivo la responsabilidad de los fieles, ya
que la participación a la mesa del Señor no permite incoherencias de ningún
tipo: “¡Que ningún Judas se siente en vuestra mesa!”, exclama el homilético. Y
no es un criterio suficiente de dignidad aquel de presentarse a la mesa con
vaso de oro: “no era de plata aquella mesa, ni de oro el cáliz del cual Cristo
dio su sangre a los discípulos... ¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No
permitan que él esté desnudo: y no lo honren aquí en iglesia con tejidos de
seda, para luego tolerar, afuera de aquí, que él mismo muera por el frío y la
desnudez. Quien dijo: “Éste es mi cuerpo”, también dijo: “me habéis visto
hambriento, y no me habéis nutrido;” y: “Lo que no habéis hecho a uno de estos
pequeños, no lo han hecho a mí.” Aprendamos pues a ser sabios, y a honrar a Cristo
como él quiere, gastando las riquezas para los pobres. Dios no necesita enseres
de oro, sino de almas de oro. ¿Qué ventaja hay si su mesa está llena de cálices
de oro, cuando él mismo muere de hambre? ¡Primero sacia a él hambriento, y
luego con el superfluo ornarás su mesa!”.[19]
Las expresiones citadas
son suficientes para demostrar la plena identificación de Cristo con el
indigente. Crisóstomo en efecto es bien consciente que, antes de cualquiera
aclaración ulterior, vale la declaración de principio: quien sirve al pobre
sirve a Cristo, quien rechaza al pobre rechaza a Cristo. En esto seremos
juzgados (Mateo 25,31-46). Pero
Crisóstomo es también conciente que este amor hacia el próximo - para que sea
realmente el de Jesús - tiene que nutrirse de la comunión con Dios, de su amor
por nosotros.
En su predicación el
obispo subraya con insistencia la íntima relación entre el mandamiento del amor
y la vida de Dios. El auténtico testigo de la caridad tiene que poder decir,
junto al apóstol Juan: “lo que hemos contemplado (o sea el Verbo de la vida) es
lo que les anunciamos" (1 Juan
1-4).
En otras palabras, para
crecer en la caridad auténtica, los fieles, y a mayor razón los ministros
ordenados, tienen que conocer a
Jesús, entrar en profunda intimidad con él.[20]
Una vez más, el discurso
regresa a la “dimensión contemplativa” del presbítero y a la calidad de su
encuentro con el Señor en la Palabra y en los sacramentos.
En esta misma
perspectiva puede ser también leído el famoso Diálogo con Basilio, compuesto alrededor del 390,[21] donde Juan
Crisóstomo habla del “ejemplo” y de la “palabra” como fármacos del presbítero:
“Los que curan los cuerpos de los hombres,” escribe, “tienen a disposición una
cantidad de fármacos... En nuestro caso, además del ejemplo, no hay otro
instrumento u otro método para curar más allá de la enseñanza que se realiza
con la palabra”.[22]
En el mismo Diálogo Crisóstomo habla del sacerdocio
como de “una vida hecha de coraje y dedicación”, porque el ministerio del
(verdadero) pastor no conoce los confines estrechos del interés personal, pero abunda
a ventaja de todo el rebaño.[23]
Para Crisóstomo la cura del
rebaño es el “signo del amor”, es la prueba concreta que el ministro ama
realmente al Señor: “Si me quieres, apacientas mis ovejas…”
En aquella ocasión,
observa Crisóstomo, el maestro le pregunta al discípulo si lo amaba no para
saberlo él mismo: ¿por qué nunca habría debido hacerlo, él que escruta y conoce
el corazón de todos?. Tampoco “quería demostrarnos cuanto Pedro lo amaba: esto
ya era conocido a través de muchos otros hechos; pero quiso demostrar cuánto
él (el Señor), amaba a su Iglesia, y
enseñar a Pedro y a todos nosotros cuánto cuidado deberíamos prodigar en esta
obra”.[24]
Y justamente aquí reside
la incolmable diferencia entre el “mercenario” y el “pastor”: “El buen Pastor
da su vida por las ovejas”. (Juan
10,11).
4. Conclusiones provisorias
Se tiene la impresión
que ya sea Ignacio que Juan insistan más sobre la identidad y la misión del
presbítero y no tanto sobre el itinerario de su formación. En la mayor parte de
los casos, de hecho, las instancias formativas sólo quedan implícitas.
En ambos Padres, en todo
caso, hemos podido notar un fuerte énfasis sobre la necesaria unidad del presbítero con Cristo.
Para ambos Antioqueños,
además, unidad perfecta con Cristo y
dedicación total al rebaño no se presentan simplemente dos características
constitutivas del presbítero (a las cuales, de consecuencia, tendrá que se constantemente
orientado cada itinerario de formación sacerdotal). Ellas constituyen una única
realidad. Son como las dos caras de una misma moneda. Una hace verdadera la
otra, y no debería existir un sacerdote que tenga una sin la otra. Para el
presbítero la dedicación total al rebaño es el signo de su unidad con Cristo;
por otro lado la plena dedicación al rebaño lo empeña “a acudir” continuamente
“a Jesucristo como el único templo de Dios, como el único altar”.
En último análisis, el
“realismo” de los Padres antioqueños invita al presbítero a una síntesis
progresiva entre configuración a Cristo (intimidad,
unión con él) y dedicación pastoral (misión,
servicio a la Iglesia y al mundo) hasta que a través de una dimensión hable la
otra, y los ministros no se reduzcan nunca a “simples distribuidores”, sino que sean “auténticos testigos” de los misterios de Cristo y de su Iglesia.
[1] Bibliografía
de base: L. PADOVESE, I sacerdoti dei primi secoli. Testimonianze dei Padri
sui ministeri ordinati, Casale Monferrato 1992; F. RODERO, El sacerdocio
en los Padres de la Iglesia. Grandeza, Pequeñez y Ascesis. Antología de Textos,
Madrid 1993; G. HAMMANN, L'amour retrouvé. La diaconie chrétienne et le
ministère de diacre du christianisme primitif aux réformateurs protestants du
XVIe siècle (= Histoire), París 1994.
[2] Una lista
de los más importantes textos patrísticos relativos a la santidad, a la cual el
presbítero está llamado, se encuentra por ejemplo en A. TRAPÉ, Il sacerdote
uomo di Dio al servizio della Chiesa. Considerazioni patristiche (= Collana
Studi Agostiniani, 1), Roma 19852, pp. 41-42.
[3] Para una
profundización de las cuestiones Cf. E. DAL COVOLO (cur.), Storia della
teologia, 1. Dalle origini a Bernardo di Chiaravalle, Boloña-Roma
1995, pp. 181-203 («Esegesi biblica e teologia tra Alessandria e Antiochia») y
p. 520, nota 11. En particular sobre «teología antioqueña» Cf. D.S.
WALLACE-HADRILL, Christian Antioch. A study of Early Christian Thought in
the East, Cambridge 1982; S. ZINCONE, Studi sulla visione dell'uomo in
ambito antiocheno (Diodoro, Crisostomo, Teodoro, Teodoreto) (= Quaderni di
studi e materiali di storia delle religioni, 1), L'Aquila-Roma 1988.
[4] Una buena
introducción a Ignacio es la de F. BERGAMELLI en G. BOSIO - E. DAL COVOLO - M.
MARITANO, Introduzione ai Padri della Chiesa. Secoli I e II (= Strumenti
della Corona Patrum, 1), Turín 19953, pp. 88-106 (con bibliografía).
Para el argumento que nos interesa ver además C. RIGGI, Il sacerdozio
ministeriale nel pensiero di Ignazio di Antiochia, en S. FELICI (cur.), La
formazione al sacerdozio ministeriale..., pp. 39-57; M. SIMONETTI, Presbiteri
e vescovi nella chiesa del I e II secolo, «Vetera Christianorum» 33 (1996),
pp. 115-132.
[5] IGNAZIO, Smirnesi
1,1, ed. P.T. CAMELOT, SC 10, París 19694, p. 132.
[6] También J.
COLSON, Ministre de Jésus-Christ ou le sacerdoce de l'Évangile. Étude sur la
condition sacerdotale des ministres chrétiens dans l'Église primitive (=
Théologie historique, 4), París 1966 – que también ve «dans le Corpus
ignacien la tendance à "spiritualiser" les valeurs cultuelles et
sacerdotales» (ibidem, p. 332) -, debe reconocer que el culto cristiano se
encarna con hechos «dans une société, dirigée par une hiérarchie fortement
constituée, qui en est l'organisme visible» (ibidem, p. 334).
[7] ID., Efesios
4,1-2, p. 60.
[8] ID., Smirnesi
8,1, p. 138.
[9] ID., Policarpo
6,1-2, pp. 150-152.
[10] Cf. E. DAL
COVOLO, Sacerdozio ministeriale e sacerdozio comune. La rilettura patristica
di 1 Petri 2,9 nell'attuale dibattito sulle origini della distinzione
gerarchica, en S. FELICI (cur.), La formazione al sacerdozio
ministeriale..., pp. 255-266.
[11] Cf. E. DAL
COVOLO, Ministeri e missione alle origini della Chiesa, en E. DAL
COVOLO-A.M. TRIACCA (curr.), La missione del Redentore. Studi
sull'Enciclica missionaria di Giovanni Paolo II, Leumann (Turín) 1992, pp.
123-136.
[12] IGNAZIO, Magnesi
7,1-2, pp. 84-86.
[13] ID., Tralliani
2,3, p. 96.
[14] Para una
buena introducción a Crisóstomo, Cf. O. PASQUATO en G. BOSIO - E. DAL COVOLO -
M. MARITANO, Introduzione ai Padri della Chiesa. Secoli III e IV (=
Strumenti della Corona Patrum, 3), Turín 19952, pp. 390-435 (con
bibliografía).
[15] Cf. O.
PASQUATO, Ideale sacerdotale e formazione al sacerdozio del giovane
Crisostomo: evoluzione o continuità?, en S. FELICI (cur.), La formazione
al sacerdozio ministeriale..., pp. 59-93.
[16] Cf. S.
ZINCONE, Ricchezza e povertà nelle omelie di Giovanni Crisostomo,
L'Aquila 1973, y ahora A. OLIVAR, I
poveri alle porte delle chiese nella predicazione del IV secolo, en E.
MANICARDI - F. RUGGIERO (curr.), Liturgia ed evangelizzazione nell'epoca dei
Padri e nella Chiesa del Vaticano II. Studi in onore di Enzo Lodi, Boloña
1996, pp. 219-235.
[17] Cf. E. DAL
COVOLO, I Padri della Chiesa e la Sollicitudo Rei Socialis, in M. TOSO
(cur.), Solidarietà. Nuovo nome della pace. Studi sull'Enciclica Sollicitudo
Rei Socialis di Giovanni Paolo II, Leumann (Turín) 1988, pp. 15-27.
[18] JUAN CRISÓSTOMO,
Sul vangelo di Matteo 50,2-3, PG 58, c. 507.
[19] Ibidem 50,3-4, PG 58, cc. 508-509.
[20] Se vea por
ejemplo la cuadragésima homilía Sobre el evangelio de Juan: «Para ser un
solo cuerpo no sólo por la caridad, sino también en realidad, es necesario que
nos unamos a su carne; que se realiza a través de la comida, que él nos dio
como signo del gran amor que tiene por nosotros. Se compenetró en nosotros, al
punto de construir un único cuerpo justamente por esta razón; para que fuéramos
una sola cosa con él, como una sola cosa es el cuerpo unido a la cabeza. Este
es el signo del más grande amor » (ID., Sul vangelo di Giovanni 46,3, PG
59, c. 260).
[21] Ver por
ejemplo JUAN CRISÓSTOMO, Dialogo sul sacerdozio a cargo de G. Falbo (= Già e non ancora pocket, 33), Milán
1978; F. MARINELLI, La carta del prete. Guida alla lettura del «Dialogo sul
sacerdozio» de San Juan Crisóstomo, Roma 1986; y sobre todo M. LOCHBRUNNER,
Über das Priestertum. Historische und systematische Untersuchung zum
Priesterbild des Johannes Chrysostomus (= Hereditas. Studien zur Alten
Kirchengeschichte, 5), Bonn1993.
[22] JUAN CRISÓSTOMO,
Dialogo sul sacerdozio 4,3,5-13, y. A.M. MALINGREY, SC 272, París 1980, pp.
248-250.
[23] Ibidem 2,4,51-64, pp. 116-118: la
referencia es sobre todo a la locución ghennáia psyché, en la riqueza
semántica que el adjetivo asume en el vocabulario cristiano y en el de
Crisóstomo en particular (Cf.. ibidem, p. 117, nota 3).