“¿Estáis dispuestos a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios de Cristo dando gloria a Dios y para la santificación del pueblo cristiano según la Tradición de la Iglesia…?”

 

(Pontificale Romanum. De Ordinatione Episcopi, prebyterorum et diaconorum, editio typica altera. Typis Polyglotis Vaticanis. 1990)

 

Vaticano a 15 de agosto de 2009

 

            Queridos hermanos en el Sacerdocio:

 

            El ministerio, que Nuestro Señor Jesucristo nos ha entregado por medio de la Iglesia, encuentra su particular e insustituible momento en el Munus Sanctificandi. Ello se actúa en la celebración de los “misterios de Cristo”, que existencialmente comprometen -y deben comprometer- las mejores energías del apostolado.

 

            Así pues, aquel “celebrar”, al que hemos dado nuestro compromiso, no es “otro” que el apostolado activo y de misión. La Obra de Dios se cumple propiamente por medio de la santificación de su Pueblo. Esa “se hace presente” en la celebración de sus misterios, que se entrelazan con la libertad creada. Con demasiada frecuencia se ha ido dejando de lado aquella verdad según la cual, mediante la celebración de los misterios, es cuando se actúa perennemente la Salvación realizada por Cristo Señor.

 

            La Iglesia pide a sus ministros que celebren “con piedad” y “fielmente”. Las dos palabras significan, respectivamente, el modo exterior e interior de las celebraciones. La piedad, noble sentimiento humano y lejos de expresar un vacío devocional, nos lleva inmediatamente hacia aquel alto sentido de nobleza y religiosidad, al reconocimiento y respeto del Sagrado, que debe caracterizar el ejercicio del Munus Sanctificandi.

 

            Piedad y devoción -de devotio- esto es, ofrecimiento como voto de la propia vida, son sentimientos típicos de quien está verdaderamente enamorado del Señor y trata “Sus cosas” con aquel respeto y con aquella ternura que, sin esfuerzo, el corazón sugiere hacia el Amado. La fidelidad está determinada sea del respeto a la forma, que la Iglesia ha establecido en el modo en que deben celebrarse los misterios – forma objetiva y universal y nunca arbitraria o tendente a localistas o personalizadas exigencias emotivas –  sea de la “constancia” en celebrarlos. La liturgia, que antes que nada es obra divina, no vive tanto de “creatividad subjetiva” sino de aquella fiel repetición, que nunca se hace pesada porque es el signo, en el tiempo y en el espacio, de la misma fidelidad de Dios. La creatividad es aquella de un corazón siempre renovado porque está siempre enamorado.

 

            Los misterios se celebran “para alabanza de Dios y para la santificación del Pueblo cristiano”. No es casual el orden de los factores, que simplemente permanecen coesenciales. Celebramos siempre “para alabanza de Dios”, esto es, interiormente dirigidos hacia el Señor, en aquella verticalidad propia de la acción que se celebra y que es una “ventana” abierta de par en par hacia la eternidad y también una irrupción del Eterno en el tiempo. El Sacerdote, más que “animador” de la oración, debe ser quien ora; la oración “se anima” rezando y mostrando con los hechos su centralidad insubstituible. “Para alabanza de Dios” indica el reconocimiento en el culto de la Gloria del Señor. El cuidado de la liturgia, el saber escoger los cantos y la música, la preparación del altar, la belleza de los ornamentos…, todo concurre a “decir” de quien somos, a quien pertenecemos y qué tenemos en nuestro corazón. Todo demuestra a Quien estamos rezando y qué estamos celebrando. Todo eso cae como lluvia o como “escarcha restauradora” sobre el Pueblo santo de Dios a favor del cual se celebran los misterios del Señor “para la santificación”. La vida del Sacerdote es profundamente “cultual” porque todos los bautizados, mediante el ministerio ordenado, puedan llegar a ofrecer a Dios la propia existencia “en sacrificio de suave olor” (Ef. 5,2).

 

            Todo “según la Tradición de la Iglesia”. En eso consiste la eficacia y, quizás también, la validez de la celebración de los misterios. Debe ser “según la Tradición de la Iglesia”, en una historia de dos milenios, que, más allá del singular protagonismo, tiene su propia razón de ser en Jesucristo, como propio origen y permanencia en el mundo mediante la Iglesia. Hemos recibido del pasado una herencia preciosísima y hemos sido llamados a entregarla (tradere) intacta con toda su riqueza a nuestros hermanos y, si y cuando el Espíritu y la Gracia sobrenatural lo consienten, enriquecida con nuestra fe y con nuestro testimonio.

 

            Esta verticalidad, piedad, fidelidad y obediencia a la Tradición eclesial son la auténtica garantía de la realización del Sacerdote, quien es tal para “celebrar los misterios de Cristo”

 

 

 

 X Mauro Piacenza

Arz. Titular de Vittoriana

Secretario