“Te pedimos, Padre
Todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado;
renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de Ti el sacerdocio
de segundo grado y sean, con su coonducta, ejemplo de vida”
(Pontificale Romanum. De Ordinazione
Episcopi, presbyterorum et diaconorum, editio typica altera, Typis Polyglotis
Vaticanis 1990)
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Vaticano a 15 de enero de
2010
Queridos hermanos en el Sacerdocio:
La parte esencial de la oración consagratoria nos recuerda
como el Sacerdocio es esencialmente un don y, propio en la óptica del “don
sobrenatural”, éste posee una dignidad que todos, fieles laicos y clero, deben
reconocer. Se trata de una dignidad que no proviene de los hombres, sino que es
puro don de la gracia, al cual uno ha sido llamado y que nadie puede exigir
como un derecho. La dignidad del presbiterado, donada por el “Padre
Todopoderoso”, debe aparecer en la vida de los sacerdotes, en su santidad, en
su humanidad dispuesta a acoger, en su humildad y caridad pastoral, en la
luminosidad a la fidelidad al Evangelio y a la doctrina de la Iglesia, en la
sobriedad y solemnidad de las celebraciones de los divinos misterios, en el
hábito eclesiástico. En el Sacerdote todo debe recordar – a él mismo y al mundo
– que ha sido objeto de un don sin merecerlo y que no se puede merecer, que lo
convierte en presencia eficaz del Absoluto en el mundo para la salvación de los
hombres.
El Espíritu de santidad, del que se renueva la implorada efusión,
es la garantía para poder vivir “en santidad” la vocación recibida y, al mismo
tiempo, la condición de la misma posibilidad en “cumplir fielmente el
ministerio”. La fidelidad es el encuentro espléndido entre la libertad fiel de
Dios y la libertad creada y herida del hombre, quien, sin embargo, por la
potencia del Espíritu, llega a ser capaz sacramentalmente de “guiar a todos
hacia una íntegra conducta de vida” No hay que reducir el ministerio presbiteral
a categorías moralizantes; tal exhortación indica la “plenitud” de la vida, una
vida que sea realmente tal y que sea íntegramente cristiana.
El Sacerdote, revestido del Espíritu del Padre todopoderoso,
ha sido llamado a “guiar” – con la enseñanza y la celebración de los
sacramentos y, sobre todo, con la propia vida – el camino de santificación del
pueblo que le ha sido encomendado, bajo la certeza que es éste el único fin por
el cual el mismo presbiterado existe, el Paraíso.
El don del Padre hace que “sus hijos-Sacerdotes” sean los
predilectos; una portio electa populi Dei,
que ha sido llamada a “ser elegida” y a brillar con la santidad de la vida y el
testimonio de la fe.
La memoria del don recibido, siempre renovado por el
Espíritu, y la protección de la Bienaventurada Virgen María, Esclava del Señor
y Tabernáculo del Espíritu Santo, hagan que cada uno de los Sacerdotes “cumplan
fielmente” la propia misión en el mundo a la espera del premio eterno reservado
a los hijos elegidos, que son también herederos.
X Mauro Piacenza
Arz.
Titular de Vittoriana
Secretario